martes, 2 de septiembre de 2008

capítulo 24


-Post nubila foebus-

(Después de las nubes sale el sol)


El trabajo de Loreen consistía básicamente en hacer de filtro para toda aquella información que debía ser dada de alta en la base de datos de la Confederación; a su vez, y desde su posición de coordinadora principal, también debía asegurarse de que la sección de la planta veintitrés de la que formaba parte se encargase de actualizar y redistribuir continuamente la información ya existente en la amplísima datored.

Por supuesto el trabajo en sí mismo representaba ya sobre el papel una labor verdaderamente titánica, por lo que casi desde el inicio de la existencia de la base de datos instaurada por la Confederación se había tenido a bien distribuir el trabajo con respecto a la proximidad física del origen de la información recibida, tanto para la actualización de la misma como para la filtración en su activación desde que era enviada por vez primera; es decir: cada planeta debería diariamente tramitar la información requerida desde su propia situación y desde las cercanías asignadas, si se daba el caso. Posteriormente, al cabo de cada jornada laboral y con la inestimable ayuda y apoyo de una inteligencia artificial de gran capacidad, toda variación en los dato-enlaces con respecto a la jornada anterior, era enviada a la sección primera (también llamada Central Uno) de la excelsa datored confederada.

El sistema funcionaba.

De todas formas Loreen tenía que reconocer que, a pesar de lo mucho que le gustaba su trabajo y de lo bien que funcionaba la sección en su conjunto, en ocasiones la continuada, inagotable, indefinida, eterna y perpetua tramitación de la información podría realmente llegar a terminar, en el peor de los casos imaginables, con una espeluznante y desagradable situación; no era demasiado habitual… pero no era la primera vez (ni sería la última) que algún operario decidía terminar con su vida debido a la tremenda presión que suponía aquel trabajo.

De hecho tres meses antes, un tímido coldere con el que prácticamente nadie había intimado y que apenas salía de su cubículo de trabajo, había aparecido muerto en su residencia después de haberse arrancado los ojos con sus propias manos y destrozado violentamente los tímpanos con la inestimable ayuda de algún útil doméstico muy afilado y tremendamente punzante. La noticia (como todas las de aquel tipo) había impactado enormemente en la moral y el ánimo de su sección; siempre sería un duro golpe el comprobar que aquella tipología de actitudes autodestructivas continuaba reapareciendo cada cierto tiempo.

Había muchas teorías al respecto: ya fuese el amplísimo horario de trabajo (reducido de todas formas en gran medida en el último convenio de controladores de datos, doce años atrás), o la ingente cantidad de información que cada operario veía pasar de continuo por delante de sus ojos; o también la enorme y fatal presión soportada crónicamente ante la posibilidad de cometer algún fallo en la trascripción o desvío de datos, lo que acabaría provocando un caos de tamaña magnitud que incluso la Inteligencia Artificial de Apoyo tardaría una jornada entera en solucionar. Después de tal situación todavía restaría ponerse al día ante aquel trabajo no realizado, lo que habría de significar varias horas más como operador durante una semana entera, y muchas miradas de odio mal disfrazado de comprensión por parte de sus compañeros a lo largo de varios días; a veces incluso durante meses enteros.

Además de todo esto, los operarios de las secciones de almacenamiento de datos de la Confederación se enfrentaban a otro espinoso problema: Sin apenas tiempo libre (por lo general) más que para descansar algo (en realidad muy poco) un solo día a la semana, su vida privada en el exterior de las instalaciones solía ser prácticamente inexistente; a pesar de ello, algunos intentaban por todos los medios relacionarse en el exterior, ya fuese pasando la mayor cantidad de tiempo posible con las familias o recuperando el contacto con antiguos amigos, ansiando con esperanza revivir cierta humanidad a base de continuados (y a veces realmente angustiosos) contactos sociales directos.

Sin embargo, en determinadas ocasiones, aquellos mismos sujetos que tanto temían perder el contacto con la realidad de una sociedad casi por completo ajena a ellos, solían acabar sucumbiendo con más facilidad que los demás a la depresión, el abatimiento, la angustia, el ansia, la extenuación, y finalmente, al suicidio.

A pesar incluso de los tanques de compensación neuronal.

Por ello la inmensa mayoría optaba por intentar encontrar amigos en el lugar de trabajo; esto estaba por completo destinado al azar, pues como mucho podrían mantener o desarrollar algo parecido a la amistad con compañeros o compañeras de, aproximadamente y dependiendo del ansia del individuo en cuestión, unos tres o cuatro cubículos a la redonda; nadie podía vaticinar que tipo de gente había acabado trabajando por allí cerca.

Sin embargo por otro lado, en numerosas ocasiones esta actitud se convertía en la peor de las posibles, puesto que si se llegaba a encontrar algún tipo de relación más profunda que compartir algunos datocables de vez en cuando con tu compañero del cubículo de al lado… ¿Quién podía asegurar que ese mismo compañero no sería el próximo en aparecer desgarrado en su habitáculo residencial el día menos esperado?

Nadie.

Aunque no hacía falta llegar tan lejos con el supuesto: si por ejemplo cayese dicho hipotético amigo/compañero en una fuerte depresión, lo único que significaría serían más problemas que soportar sobre los hombros a causa de la tristeza inherente a ese nuevo camarada.

Debido a todo esto se tomaba Loreen tan bien aquella situación: desde el día que fue admitida para el puesto (había sido su madre quien se había encargado de su preparación con mucho empeño), optó por seguir el consejo de su maestra para tales circunstancias:

“No implicarse con nadie y disfrutar de todos”

Nunca había llegado a intimar con ninguno de sus compañeros; nunca había buscado amigos en su trabajo. Simplemente se dedicaba a intercambiar algunas palabras técnicas o de cortesía sin desestimar cualquier otro tipo de relaciones cuando la situación lo requería. Por eso le había ido tan bien hasta el momento; no había sufrido en absoluto por la pérdida de aquel coldere (¿Cómo se llamaba?) ni por las (algunas) agudas depresiones que aparecían a su alrededor. En cuanto surgía algún problema de aquel tipo, Loreen simplemente desaparecía de la vida de aquella persona; intercambiaba nuevas palabras con nuevos compañeros y comenzaba nuevas relaciones.

Muchos también lo hacían.

Pero entonces apareció Glodar. Se introdujo en su vida de repente, como surgen las grandes cosas, recién llegado a su sección y preguntando por el cubículo 8/3002-23.

Al día siguiente lo mismo. Y al otro; y también al otro. Estaba claro que aquel linocetasecorípano se había propuesto seducirla, y casi con toda seguridad se podía afirmar que no cejaría en su empeño hasta lograr conseguirla. Valiente imbécil, pensó Loreen los primeros días: la búsqueda de tanta implicación por parte del nuevo acabaría por destrozarle anímicamente.

Y sin embargo, poco a poco las importantes directrices que le había inculcado su madre fueron desapareciendo, rindiéndose, sucumbiendo, extinguiéndose a la solicitud, candor e inocencia de aquel amable, simpático, hermoso y agradable linoceta.

Hacía pocos días que Loreen se había dado cuenta de que estaba realmente enamorada hasta la médula; no existía remedio y se veía incapacitada para actuar de otro modo que no fuese amar locamente a su compañero; vaya, a su más que amigo.

Al principio se había resistido con enorme decisión a la idea intentando desmontarla por completo, pero le había sido totalmente imposible: primero pensó que aquella situación se convertiría en un obstáculo para su trabajo, que le haría perder el valioso tiempo y la necesaria concentración en las tareas que día tras día se le iban asignando, que notaría la falta de descanso y que terminaría por rendir sensiblemente menos (en el mejor de los casos) en todas las facetas de su existencia y que finalmente se le acabaría abriendo expediente en la sección.

Tal vez incluso llegasen a prescindir de sus servicios.

Pero sucedió todo lo contrario: comenzó a trabajar más y mejor, y sobre todo infinitamente con más alegría que en el pasado. Los momentos de reposo (aunque en efecto seriamente reducidos) le deparaban mejores y más reparadores descansos, como nunca antes había descansado en toda su vida.

Si a mayores de ser más feliz en el plano personal, rendía más en el trabajo… no sería precisamente ella quien le dijera a Glodar que se apartase de su lado por temor a lo que pudiese suceder en el futuro; en absoluto.

Últimamente dormían casi siempre juntos en el prácticamente recién adquirido habitáculo que ella poseía en propiedad (lo había comprado hacia unos dos meses y medio, más o menos) y se desplazaban también juntos al trabajo; comían juntos y cenaban juntos. Siempre que la ocasión lo permitía, estaban el uno al lado del otro, pero siempre en su residencia: Glodar había renunciado al parecer a toda su pasada vida para dedicarse por completo al agradable y candoroso cuidado de su bellísima jefa de sección.

Lo más curioso de todo fue con toda seguridad la reacción de sus compañeros de la planta veintitrés de la Sección de Almacenamiento de Datos de la Confederación, pues presenciaban algo incluso más inusual que los suicidios: una relación seria.

Sus vidas eran perfectas.

Bueno; su vida podría llegar a ser más “perfecta” si no fuese por aquellos cada vez más recurrentes sueños que la acosaban. Podrían ser casi consideradas pesadillas, aunque en realidad existiese en su interior una mezcla de sentimientos que sucedían a lo largo de cada uno de los sueños: a veces tranquilidad seguida de violenta furia, luego calma y paz de nuevo, y después miedo, terror y entonces, a veces, armonía.

Aquellos sueños no tenían ningún sentido para ella. Los recordaba vagamente al principio, y con tremenda perfección al cabo de un par de días, por lo que se había asegurado de llevar buena cuenta del recuerdo de todos y cada uno de ellos haciendo que Lucy registrara sus precisas descripciones (con seguridad no sería mala idea acudir a un interpretador), y a pesar de que el escenario y su colorido cambiaba cada vez que ella soñaba (ahora un desierto azul, ahora un prado rojo, ahora el vasto y amarillo océano), las sensaciones solían ser aproximadamente las mismas y el desarrollo habitualmente repetitivo: un hombre (humano, quería imaginar), de tez morena, fina barba y cabellos largos y negros como la carbonita; pero sobre todo una mirada. Una mirada de comprensión y apoyo cuando de miedo y recelo a la vez ¿Podían los dioses tener miedo? Porque si alguna vez los dioses habían existido, aquel hombre tenía que ser uno de ellos.

Por suerte siempre se despertaba al lado de Glodar; él la abrazaba y, en la mayoría de las ocasiones, lograba que se volviese a dormir y descansar, casi siempre, plácidamente.

A veces aquel hombre-dios le hablaba. Sólo algunas veces, muy pocas en realidad, y aunque sólo más tarde recordaba cuales habían sido las palabras y si respondía en algún momento a ellas, desde el primer momento de los sueños aquella voz le inundaba por completo con sus graves tonos; le hacia sentir una familiaridad que nunca antes (tal vez sólo en algunos momentos al lado de sus padres, hacía ya demasiado tiempo) había llegado a sentir.

-¿Loreen? – La nada metálica y muy dulce voz predeterminada de Lucy la había sacado de lo más profundo de sus pensamientos.

-...

-Loreen ¿Te encuentras bien? Tu ritmo cardíaco es sensiblemente más lento de lo que es habitual en ti.

-Se llama relajación, Lucy; y estoy perfectamente. ¿Querías algo?

Loreen, todavía tumbada en el largo módulo de descanso, continuaba mirando sin interés las juntas metálicas que unían las grandes planchas que conformaban el techo del habitáculo.

-Glodar acaba de llegar. Está en la puerta.

-¡Por fin! – Dijo levantándose de inmediato. – Abre la puerta y… y prepara un zumo ligero con unas gotas de esencia de cix.

-Por supuesto, Loreen. La bebida será servida en catorce segundos por el droide número seis. ¿Quieres que lo sirva en algún lugar en concreto?

La puerta se había abierto y Glodar estaba en el umbral, sonriendo. Loreen saltó hacia él y ambos se fundieron en un tórrido abrazo mientras atravesaban, entre beso y caricia, el largo salón.

-Si, Lucy; en la habitación.

-¿Alguna cosa más?

-¡Ah! Si, si. – Un apasionado beso interrumpió la conversación. - Apaga las luces.

-Por supuesto, Loreen.