lunes, 6 de julio de 2009

Capítulo 50

-Mihi spes omne in memet-
(Todo lo espero sólo de mí)



“La grandiosa estrella que devastaba aquel lugar no dejaba espacio alguno para la vida: asolaba sin piedad las inmensas llanuras ya quemadas tras los incalculables siglos de permanencia ante los distantes fuegos.
En el horizonte podían advertirse un sinfín de formaciones montañosas; viejas y gastadas; yermas y caducas; y aunque también todavía orgullosas y engreídas, se veían irremediablemente rendidas al paso del tiempo y a las fuerzas que de continuo las oprimían. Incluso la más dura de las piedras acababa deshecha frente a aquello que de ningún modo podía ser interrumpido.
Y luz; mucha luz. El calor abrasador quemaba los ojos y resecaba la piel hasta convertirla en polvo. La tierra ardía, aquí y allá, en pequeños focos de fuego que marcaban los caminos que podían ser seguidos y los que no. Rocas y tierra por doquier, nada más: Estaba completamente sola.
Miró a un lado y al otro y vio lo mismo en todas partes; intentó forzar la vista y distinguir cualquier detalle que no fuese propio del desolador paisaje; algo, lo que fuese, le valdría… sería suficiente… para no perder la esperanza.
Porque sabía que existía una solución; sabía que tenía que ser encontrada por alguien y le sería entonces revelado el terrible secreto que tan bien había sido escondido en su interior. Tal vez ya conocía tal secreto y simplemente se estaba esforzando en olvidarlo.
Comenzó a soplar una leve brisa. El calor dejó de repente de ser tan agobiante y allá, al final del paisaje, en el horizonte, un asomo de verde empezó a inundar las llanuras; primero lenta y tímidamente, como si tuviese algún reparo en expulsar al imponente y majestuoso astro de sus dominios; y luego con violenta furia, hasta desear hacer suyo el planeta entero.
Había alguien allí; tan lejos. Si pudiese distinguir quien era aquella persona que lentamente se acercaba, todavía… podría encontrar alguna respuesta.
La imparable marea verde llegó al fin hasta ella; hierba, flores y pequeños arbustos crecían ya cerca cuando no a su alrededor. La poderosa expansión cedió a algún tipo de maldición que la asolaba. Intentó coger una planta, pero el despertar de la vida moría bajo sus pisadas, alejándose de ella, huyendo, deseando fervorosamente no ser manchada por su tacto.
Comenzó a correr poseida por la inmensa desesperación de quien no puede alcanzar lo que más desea, intentando atrapar cualquier brizna de hierba, cualquier simple pétalo de flor, cualquier hoja de arbusto… incluso cualquier grano de arena al que apenas le hubiese sido imbuida la dulce y exquisita vida.
Pero todo lo que podía aspirar a tocar era tierra estéril; estaba ya muerta y siempre lo había estado. Cayó al suelo de rodillas, agarrando tierra a puñados y llorando desconsolada por no poder abrazar lo que quería poseer con tanta ansiedad.
De nuevo.
Aquel hombre estaba ya cerca, muy cerca; podía sentirlo. Y le miró. Era alto y de piel morena, y vestía flojas y suaves ropas que se mecían con la fresca brisa. Su sonrisa era cálida, nunca abrasadora como el rey que acababa de ser destronado, y sus ojos, verdes como la misma hierba que no podía tocar, proporcionaban la sensación de calma que Loreen tanto había deseado descubrir durante toda su vida. ¡Pero cuando habló!... las palabras de un ser que no podía ser nada más que un dios se introdujeron por cada poro de su piel, por cada abertura de su cuerpo, llegando a todas y cada una de las más ínfimas e íntimas partes de su hasta enconces malograda existencia.
Y se sintió nacer de nuevo; la hierba la aceptó, la envolvió, su piel suave era acariciada por los pétalos de las flores que la arropaban, y Loreen sabía que no podía pedir más; sólo, tal vez, saber el nombre de aquel que habló. “Dime tu nombre”, susurró; “¡¡Dime tu nombre!!”, habló.
“Soy aquel que no puede ser dañado” respondió el dios mirándola profundamente; “El único que tiene verdadera potestad para dañar impunemente a los demás y restaurar lo que siempre debió haber sido”
Su mano cogió amablemente la de ella y la arrastró con dulzura entre la verde y nueva vida.
Ya no huía de ella; ya no se apartaba ni rehusaba conocerla en su totalidad; la misma vida la aceptaba cuando estaba a su lado, y mediante esa aceptación la vida se tornaba más intensa, más penetrante, mucho más poderosa de lo que seguramente nunca soñó ser. Porque ella misma era el alimento de la vida, el conductor de la senda de lo que nunca debió haber dejado de ser; el elemento que restaba por añadir al futuro de la propia vida; la solución que tanto había sido buscada.
Una forma informe se acercó entonces a ella; la misma forma que serviría en breve de puente hacia el nuevo continente se unió a su ser y pasaron a ser una sola cosa; ella, la que ahora se veía a sí misma como parte fudamental del contenido, la que hasta aquel entonces había sido en sueños humana y ahora objeto, comprobaba cómo una inmensa explosión de energía pura y llena de vida era transmitida y dirigida desde su viejo cuando cambiado y en breve muerto cascarón hacia un nuevo depósito que permitiría la continuación de la vida de todo lo demás.
“Haces lo correcto”, escuchó a sus espaldas. “Pero sólo es un sueño”, respondió.
A Loreen le encantaba escuchar aquella voz, y casi siempre la utilizaba para reproducir desde el documento más revelador hasta la más absurda de las notas; representaba a un varón de entre sesenta y setenta años, humano, con un timbre muy característico que le recordaba enormemente a su padre.
“¿Papá?” Dijo. Y su consciencia ahora etérea vislumbró la ilusión de aquel que en realidad la había transformado. “Todo está bien ahora.” Y con un amable gesto saludó al hombre-dios que la había llevado hasta allí. “Eres mi herencia y nuestra salvación; tú eres lo que se necesita; lo que llenará y lo que desboardará”, continuó.
“Lo que hice contigo en el pasado está aquí para salvar el presente y el futuro”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario